Tengo que admitirlo, en ocasiones, muy contadas, eso sí, como cuando el sifón del fregaplatos tiene una mínima, casi imperceptible fisura por donde subrepticiamente se fuga el agua, se derrama encima de las ollas y sartenes, se cuela por la ranura de la puerta del gabinete y forma un silencioso, brillante y antipático charco en el piso, que te da los malos días a la hora de preparar el desayuno y apenas dispones de quince minutos para tomar café, despachar un sandwich, arreglarte y salir pitando para la oficina, adonde no llegarás sin pagar religiosamente la penitencia de una desesperante cola... O cuando te das cuenta de que tu cama se vería espectacular si en lugar de una pared desnuda y sin gracia tuviese un espaldar bonito y cómodo, donde apoyar la almohada para apoyar la cabeza para apoyar las vainas que te pasaron durante el día, o donde apoyar los pies para que la sangre se te devuelva al cerebro y puedas recuperar la cordura después de una jornada agotadora o de una noche loca... O cuando intentas robarte un pedazo de tronco, recién cortado de un árbol por alguien que lo dejó sobre la acera, y te parece genial usarlo como mesa junto al sofá, y quieres llevártelo en el maletero, pero te preguntas cómo carajo lo pondrás allí, y luego cómo carajo lo bajarás del carro, lo meterás en el ascensor y lo empujarás hasta la sala de tu casa...
Estas tres situaciones me sucedieron hoy, exactamente en el orden en que las he descrito. La primera la resolví llamando al plomero, que vino, apretó una tuerca y cobró cien bolos, nomás que por pura cortesía. La segunda no la he resuelto, pero me sobra una puerta de madera entamborada que saqué de algún marco el año pasado durante la reforma de mi casa, y pienso convertirla en espaldar con un poco de ingenio y sellador. El pequeño detalle es que la parte del "ingenio" requiere de un ayudante, preferiblemente del sexo masculino. En cuanto al tronco..., la buena intención de contribuir con el aseo de la ciudad no bastó, porque en la media hora que estuve tratando de convencer a los hombres -entre los 18 y 50 años de edad- que pasaron frente a mis narices para que colocaran el pedazo de tronco en el maletero de mi carro a cambio de una generosa propina, no hubo manera. Unos me miraron como si estuviera chiflada, otros se rieron y siguieron de largo, uno me dijo que sus manos no eran para oficios tan rudos. Al final, me vi obligada a renunciar al hermoso tronco, que hubiese quedado espectacular junto a mi sofá.
Al menos para esta clase de operaciones sí que hace falta un hombre en casa. Y para alguna otra, pues, también.