18 febrero 2011

Esos formularios indiscretos

Antes no, pero ahora sí, ahora me causan cierta incomodidad esos formularios que entregan los médicos cuando se asiste a la primera consulta o los corredores de seguros cuando se solicita por primera vez una póliza de seguro. 

Esos formularios son un interrogatorio acerca de nuestra intimidad corporal. Cada pregunta está dirigida a desvelar un síntoma, una avería, una dolencia, una disfuncionalidad, un defecto de fábrica, un antecedente genético, en fin, una serie de particularidades que, aparentemente, determinan nuestro estado de salud. Desde luego, así debe ser, si se espera que, en un momento dado, el médico sepa cual procedimiento aplicar y cuáles medicamentos puede prescribir sin desatar las alergias del paciente. Por su parte, a los corredores de seguro les interesa esta información para que la compañía estime los factores de riesgo a la hora de aprobar o no la emisión de la póliza, y de establecer determinadas condiciones y límites en la cobertura -descritas, por lo general, en letra menuda-.

¿Qué es lo que me incomoda, entonces, de esos formularios? Básicamente, las preguntas que no puedo contestar como quisiera. Por ejemplo, ¿cuántos partos ha tenido? Siempre que tropiezo con ésta, tardo unos cuantos segundos antes de dibujar un redondo cero al que remato trazando encima una barra diagonal. ¡Cómo me gustaría dibujar en su lugar un número! Aunque fuese un 1 solito, pero erguido, delgado, con su graciosa visera sobre la frente. Sería incomparablemente mejor que ese 0 inflado y vacío, atravesado por una raya oblicua que lo hace parecer una señal de prohibición.

No tener hijos no fue mi decisión, sino la consecuencia de postergar la decisión de tenerlos, pues cuando mis óvulos estaban en su apogeo yo andaba ocupada en otras cosas: estudiar, trabajar, disfrutar de mi libertad, hacer un postgrado, ganar dinero, viajar, escalar mejores posiciones laborales... El día que decidí ser madre pasaba de los 40 y mis óvulos ya agonizaban. No obstante, intenté lograrlo mediante una de las técnicas de reproducción asistida, la ovodonación. Me sometí a todas las fases del procedimiento, desde los exámenes preliminares y las pruebas -la peor de todas fue una con un nombre espantoso: histerosalpingografía- hasta la implantación de los diminutos embriones. No resultó. Los pobres embrioncitos se rindieron en menos de una semana. Yo cerré ese capítulo en menos de un mes y asumí definitivamente mi rol de mujer libre, soltera y sin hijos, aunque siempre quedará ese cajoncito vacío por ahí.

El formulario que me deja el corredor de seguro trae otra de esas preguntas: ¿Cargas familiares? Yo misma, pero no cuento como tal, porque soy mi propia proveedora, así que me voy acostumbrando a dibujar un cero y a cruzarle una línea diagonal en la barriga.

14 febrero 2011

Globos de corazones


Hoy es uno de esos días especiales que para una chica como yo -léase soltera, solitaria y sola- poco o nada tiene de especial. La especialidad en cuestión no depende de uno, sino de dos, y cuando no hay dos, sino uno, entonces... Ni llamadas, ni SMS, ni rosas rojas en el florero, ni tarjetitas en el parabrisas del carro, ni cita para cenar, ni violines a la luz de las velas, ni fuegos artificiales en la cama, ni un tipo medio desnudo en la cocina preparando el desayuno como si la paz mundial dependiera de la perfección de un huevo frito. ¡Nada nadita de ná!

En ese estado de suprema nadería es imposible que pase desapercibida la felicidad ajena, incluso si es lunes, porque, como dice la canción de tío Simón, "quererse no tiene horario ni fecha en el calendario". Por no tener, yo no tenía ni idea de que hoy es el Día de los Enamorados -así, con las iniciales en mayúsculas-, o de San Valentín, o de Cupido Motorizado. Bastó que saliera a la calle para enterarme. A mi alrededor, todo hacía referencia al amor, más exactamente, al amor carnal, que es la versión compleja del amor, porque no hay nada más difícil que el mutuo entendimiento cuando la pasión supera a la razón. Dicho de otro modo, no es igual comunicarse de la cintura para arriba que de la cintura para abajo.  

Mientras esperaba que cambiara la luz del semáforo, montones de parejas cruzaron la calle por el paso de cebra, exhibiendo sus enormes corazones de helio, y yo sentí, al menos durante ese instante, un arrebato de mortificación que me hizo sacar por la ventana un desproporcionado corazón de hielo. ¡El mío! ¿Será posible? El trayecto hasta la oficina fue un peregrinaje de despecho póstumo. ¡Ayyy, dolor, tengo congelado el corazón! Amar y ser amado... ¿Qué es eso? ¡Cómo que qué es eso! Pues, sí, tiene mucho sentido que me lo pregunte justo ahora, después de... ¡Qué importa cuánto tiempo! ¿O sí importa? Lo único que recuerdo es que la última vez se me rompió el amor de tanto usarlo..., tal como en las veces anteriores.

Por supuesto, esta tarde, al salir de la oficina, no tenía ganas de llegar a mi casa. Lo que quería era entrar en un bar, pedir una botella de vino y pasar las horas -hasta el amanecer- escribiendo versos en servilletas y embriagándome, al mejor estilo mexicano, pero con música y letra de tango, que es como se sufren y padecen dignamente las cuitas de amor. El sentido común -que a falta de lo otro, ahora me sobra- me trajo directamente a casa, y no se me ocurrió nada peor que instalarme a ver "Manuale d'amore" (2005) -un film de Giovanni Veronesi-, y además online. ¡Soy patética!

«El corazón tiene las dimensiones de un puño y su forma es semejante a la de una pera con la punta hacia abajo. El corazón es el órgano que simboliza el amor, sigue el ritmo de las emociones. Normalmente, en una persona adulta el corazón se contrae entre sesenta y setenta veces por minuto, pero el de una persona enamorada muchas más, a veces llega hasta cien sin que ni siquiera se de cuenta. El corazón es el último órgano en rendirse, continúa latiendo, incluso cuando está separado del organismo, incluso cuando te abandona la persona amada...»      

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