25 mayo 2011

El círculo cromático de la felicidad


El otro día, en una de esas conversaciones multitemáticas que suelo tener con mis amig@s durante el almuerzo de los martes, en algún resquicio entre el desabastecimiento alimentario y la pornografía implícita en el reggaeton, se coló el tema de la felicidad -no me pregunten cómo fuimos a parar a esto, porque es algo imposible de explicar-. De más está decir que hubo opiniones de todos los colores, considerando que no hay nada como el círculo cromático para expresar un punto de vista, como quien dice, por ejemplo: «La cosa está color de hormiga», donde la cosa es una situación determinada y el color de hormiga es un predicado entre marrón barro y marrón merde -en francés suena menos escatológico, ¿o no?-.

En ese tira y encoje sobre la felicidad, que por supuesto también incluyó el sesudo análisis de su opuesto, la conclusión quedó inconclusa, por razones obvias, aunque lo único obvio, ya sea a primera vista o de reojo, es que cada cual elabora su teoría según su propia experiencia. De modo que el color depende de los factores, los adverbios, las hormonas y los números. ¡Quién lo diría! Si una tormenta nos agita el corazón, la felicidad adquiere un tono gris lluvioso. Si nada nos inmuta, quizás se ponga blanca. Si estamos en plena ovulación, se ribetea igual que un arcoiris. Si en nuestra contabilidad el renglón de "debe haber" aparece en rojo, se enturbia en degradé...

El único aspecto en el que tod@s coincidimos fue el relativo a la duración: disfrutar de ella es como comerse un caramelo que se chupa, se succiona, se hace agüita en la boca, se degusta con fruición, se pasea del cachete derecho al cachete izquierdo, se repasea a la viceversa, y en el transcurso de esas relamidas deliciosas, el pobre caramelito de la felicidad va perdiendo consistencia, va cambiando la textura, se metamorfosea en una laminita dulzona, pero tan fina finita, que da miedo hacer un movimiento brusco por temor a que se vuelva añicos... Y de repente se vuelve añicos y los añicos se desvanecen, irremediablemente, entre la lengua y el cielo de la boca. Fin. The End. ¡Caput! Ahora, a ver a quién le echamos la culpa.

A mi, como me repugnan los dulces, del asunto en cuestión lo que no me satisface es que "felicidad" sea un sustantivo abstracto en vez de concreto, pues en ese desfiladero de la gramática, un sustantivo abstracto es el que designa un objeto creado por la inteligencia, mientras que un sustantivo concreto designa un objeto percibido por los sentidos. Y la verdad es que yo, con lo racional que soy respecto de las emociones y los sentimientos, preferiría ver, oler, oír, saborear y -sobre todo- tocar la felicidad, en lugar de tener que suponerla, imaginarla o soñarla, como si se tratara de la norma fundante de Kelsen.

Esa es -para mi- la pata coja del término, aunque tiene de bueno que, al ser abstracto, se le puede comparar con el arte ídem, arte que, por cierto, pocos son los genios capaces de entenderlo, a menos que se trate del cinetismo juguetón de Jesús Soto o del divertido op art de Cruz Diez. La pata brincona, en cambio, salta de lo lindo al camuflarse en el adjetivo "feliz", y digo salta porque hay qué ver cómo salta la gente cuando se siente arrollada por la felicidad.        

21 abril 2011

Relaciones triangulares


Dice el refrán que mejor solo que mal acompañado. Yo, lo que se dice sola, solita, no he estado nunca, a pesar de ser una solitaria empecinada. Entre amores y amistades he vivido holgadamente los años que Dios me ha dado, y sigo cultivando amig@s en los jardines de mi vida con la misma dedicación con que almaceno historias en el disco duro de mi mala memoria. La única diferencia es que a aquellos los tengo siempre presentes, aunque no estén donde estoy, mientras que a éstas las llevo conmigo a todas partes, aunque hay algunas que me cuesta (o no me da la gana) recordar.

El caso es que el otro día estábamos mi mejor amiga y yo tomando café, y conversando de esto y lo otro, cuando de repente, así como si nada, ella -que se llama Malena, pero a veces se comporta como la malaria- suelta, sin ton ni son, un comentario que fue -o yo asumí que fue- más bien un reproche: 

-Es que a ti se te dan mejor las relaciones triangulares que las de pareja.

¡Joder! -pensé yo- Si estábamos hablando de las dificultades de los adolescentes de hoy en día para concentrarse por más de 45 minutos..., ¿de dónde salió este perdigonazo?

¡Ah!, pero es que mi amiga tiene una cualidad de la que carecemos los seres normalitos o medio normalitos como yo -porque normales, tal como los psicólogos entienden la normalidad, no hay muchos-, que es la de hablar de una cosa, mientras está pensando en otra y, simultáneamente, escribir o leer un mensaje de texto en su Blackberry, sin perder una palabra de la conversación que se desarrolla en la mesa de al lado.

A partir de ese disparo a quemarropa dejamos el asunto de los adolescentes distraídos a un lado y nos internamos en el tupido bosque de las explicaciones relativas a las (mis) relaciones triangulares. Y bueno, cuando mi amiga -¿ya dije que es mi mejor amiga?-, empezó a desparramar sobre la mesa sus ejemplos -que en realidad son los míos-, no me quedó más remedio que darle la razón. En efecto, todas mis relaciones sociales importantes son triangulares, y ha sido así desde que estaba en la escuela hasta el sol de hoy. Incluso alguna de mis relaciones sentimentales fue, aunque no por mucho tiempo, triangular, y dicho sea de paso, sin el menor remordimiento.

¿Por qué se me dan tan bien los triángulos de amistad en lugar de los binomios? No lo sabía hasta que Malena, empleando con rigurosidad académica su lógica perfecta, me lo dijo:

-Un relación de amistad exclusivamente entre tú y otra persona te exigiría una inversión de tiempo, atención y compromiso que no estás dispuesta a hacer, porque te resta libertad, y no hay nada en el mundo que cuides más que eso. En cambio, una amistad entre tú y otras dos personas te permite entrar y salir del triángulo cada vez que quieres, sin hacerles sentir mal a ello(a)s y sin ver amenazada tu libertad.

¡Mi amiga es un genio! Precisamente por eso es mi amiga, no porque es un genio -bueno, también por eso-, sino porque ella misma fue parte de un triángulo inolvidable que mantuvimos con otra entrañable amiga, hasta que Dios decidió llevarse la hipotenusa al cielo y nos dejó a Malena y a mi rascándonos mutuamente las pulgas. Desde entonces, somos un dúo inseparable de catetos -no de catetas, ¡mosca, pues!-, que es, por cierto, la única amistad "de a dos" en la que invierto, encantada de la vida, tiempo, atención, compromiso y cuanto haga falta.         

18 febrero 2011

Esos formularios indiscretos

Antes no, pero ahora sí, ahora me causan cierta incomodidad esos formularios que entregan los médicos cuando se asiste a la primera consulta o los corredores de seguros cuando se solicita por primera vez una póliza de seguro. 

Esos formularios son un interrogatorio acerca de nuestra intimidad corporal. Cada pregunta está dirigida a desvelar un síntoma, una avería, una dolencia, una disfuncionalidad, un defecto de fábrica, un antecedente genético, en fin, una serie de particularidades que, aparentemente, determinan nuestro estado de salud. Desde luego, así debe ser, si se espera que, en un momento dado, el médico sepa cual procedimiento aplicar y cuáles medicamentos puede prescribir sin desatar las alergias del paciente. Por su parte, a los corredores de seguro les interesa esta información para que la compañía estime los factores de riesgo a la hora de aprobar o no la emisión de la póliza, y de establecer determinadas condiciones y límites en la cobertura -descritas, por lo general, en letra menuda-.

¿Qué es lo que me incomoda, entonces, de esos formularios? Básicamente, las preguntas que no puedo contestar como quisiera. Por ejemplo, ¿cuántos partos ha tenido? Siempre que tropiezo con ésta, tardo unos cuantos segundos antes de dibujar un redondo cero al que remato trazando encima una barra diagonal. ¡Cómo me gustaría dibujar en su lugar un número! Aunque fuese un 1 solito, pero erguido, delgado, con su graciosa visera sobre la frente. Sería incomparablemente mejor que ese 0 inflado y vacío, atravesado por una raya oblicua que lo hace parecer una señal de prohibición.

No tener hijos no fue mi decisión, sino la consecuencia de postergar la decisión de tenerlos, pues cuando mis óvulos estaban en su apogeo yo andaba ocupada en otras cosas: estudiar, trabajar, disfrutar de mi libertad, hacer un postgrado, ganar dinero, viajar, escalar mejores posiciones laborales... El día que decidí ser madre pasaba de los 40 y mis óvulos ya agonizaban. No obstante, intenté lograrlo mediante una de las técnicas de reproducción asistida, la ovodonación. Me sometí a todas las fases del procedimiento, desde los exámenes preliminares y las pruebas -la peor de todas fue una con un nombre espantoso: histerosalpingografía- hasta la implantación de los diminutos embriones. No resultó. Los pobres embrioncitos se rindieron en menos de una semana. Yo cerré ese capítulo en menos de un mes y asumí definitivamente mi rol de mujer libre, soltera y sin hijos, aunque siempre quedará ese cajoncito vacío por ahí.

El formulario que me deja el corredor de seguro trae otra de esas preguntas: ¿Cargas familiares? Yo misma, pero no cuento como tal, porque soy mi propia proveedora, así que me voy acostumbrando a dibujar un cero y a cruzarle una línea diagonal en la barriga.

14 febrero 2011

Globos de corazones


Hoy es uno de esos días especiales que para una chica como yo -léase soltera, solitaria y sola- poco o nada tiene de especial. La especialidad en cuestión no depende de uno, sino de dos, y cuando no hay dos, sino uno, entonces... Ni llamadas, ni SMS, ni rosas rojas en el florero, ni tarjetitas en el parabrisas del carro, ni cita para cenar, ni violines a la luz de las velas, ni fuegos artificiales en la cama, ni un tipo medio desnudo en la cocina preparando el desayuno como si la paz mundial dependiera de la perfección de un huevo frito. ¡Nada nadita de ná!

En ese estado de suprema nadería es imposible que pase desapercibida la felicidad ajena, incluso si es lunes, porque, como dice la canción de tío Simón, "quererse no tiene horario ni fecha en el calendario". Por no tener, yo no tenía ni idea de que hoy es el Día de los Enamorados -así, con las iniciales en mayúsculas-, o de San Valentín, o de Cupido Motorizado. Bastó que saliera a la calle para enterarme. A mi alrededor, todo hacía referencia al amor, más exactamente, al amor carnal, que es la versión compleja del amor, porque no hay nada más difícil que el mutuo entendimiento cuando la pasión supera a la razón. Dicho de otro modo, no es igual comunicarse de la cintura para arriba que de la cintura para abajo.  

Mientras esperaba que cambiara la luz del semáforo, montones de parejas cruzaron la calle por el paso de cebra, exhibiendo sus enormes corazones de helio, y yo sentí, al menos durante ese instante, un arrebato de mortificación que me hizo sacar por la ventana un desproporcionado corazón de hielo. ¡El mío! ¿Será posible? El trayecto hasta la oficina fue un peregrinaje de despecho póstumo. ¡Ayyy, dolor, tengo congelado el corazón! Amar y ser amado... ¿Qué es eso? ¡Cómo que qué es eso! Pues, sí, tiene mucho sentido que me lo pregunte justo ahora, después de... ¡Qué importa cuánto tiempo! ¿O sí importa? Lo único que recuerdo es que la última vez se me rompió el amor de tanto usarlo..., tal como en las veces anteriores.

Por supuesto, esta tarde, al salir de la oficina, no tenía ganas de llegar a mi casa. Lo que quería era entrar en un bar, pedir una botella de vino y pasar las horas -hasta el amanecer- escribiendo versos en servilletas y embriagándome, al mejor estilo mexicano, pero con música y letra de tango, que es como se sufren y padecen dignamente las cuitas de amor. El sentido común -que a falta de lo otro, ahora me sobra- me trajo directamente a casa, y no se me ocurrió nada peor que instalarme a ver "Manuale d'amore" (2005) -un film de Giovanni Veronesi-, y además online. ¡Soy patética!

«El corazón tiene las dimensiones de un puño y su forma es semejante a la de una pera con la punta hacia abajo. El corazón es el órgano que simboliza el amor, sigue el ritmo de las emociones. Normalmente, en una persona adulta el corazón se contrae entre sesenta y setenta veces por minuto, pero el de una persona enamorada muchas más, a veces llega hasta cien sin que ni siquiera se de cuenta. El corazón es el último órgano en rendirse, continúa latiendo, incluso cuando está separado del organismo, incluso cuando te abandona la persona amada...»      

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