26 noviembre 2010

En el umbral de los 50


Hoy cumplo 50 años y me doy cuenta de que entro en esa etapa de la vida en la que se transita "sin cuenta regresiva", pues ya no hay vuelta atrás. De todos modos, ¿adónde iría? Porque volver, lo que se dice ¡volveeer! como si entrara en un túnel del tiempo o me subiera al carro supersónico que conduce el Dr. Brown en Back to the Future, pero con marcha de retroceso, pues..., mejor me quedo cómodamente sentada en la aguja que apunta a la hora presente y del ayer me limito a rescatar las escenas bonitas de mi vida, esas en las que aparezco disfrazada de algo, montada sobre algo, riéndome por algo, y unos cuantos almanaques después, colgada del brazo o adosada a la costilla de jóvenes y románticos amores.

Sin embargo, llegar al umbral del medio siglo es un logro que merece un gesto de gratitud a Dios, a quienes me dieron la vida -a pesar de la calidad del producto, pocas veces se han quejado-, a quienes fueron los primeros en darme la bienvenida al mundo -abuelos, tíos, primos más grandes, padrinos, amigos de mis padres, vecinos-, a quienes fueron mis primeros amigos -Mateo, al que le perdí la pista después de nuestro último asalto a la reservación de los comanches-, a mis primeros no-amigos -un par de niñas insoportables, que frecuentaban el "club de la colonia" fundado por nuestros padres, cuya renuencia a prestar sus juguetes me volaba los tapones y acababa descabezando sus muñecas-, a mis compañeros y maestros de la infancia, a quienes compartieron mi rebelde adolescencia, a quienes dejaron huella, por experiencia, por amistad o por amor, en mi juventud inolvidable, a quienes aportaron nuevos significados a lo largo de mi larga adultez, a quienes hoy día están cerca de mi, desde siempre o desde hace apenas unas horas. Y a los que ya no están, porque les tocó irse, en su tiempo o a destiempo...

En este umbral intuyo que todo empieza a ser o a parecer distinto, aunque no sea capaz de percibir o de aceptar todas las diferencias, quizás porque algunas son más evidentes que otras. O acaso porque la presbicia se ha emparejado con mi vieja miopía y juntas me salvan de ver nítidamente la ruda realidad, difuminando el paisaje.

Si alguien me preguntara en este momento de qué edad me siento, una respuesta fácil y cursi sería "Me siento sin edad" -así contestan las actrices de Hollywood-. ¡Ja!, pero yo no podría, porque, además de no ser cierto, estaría cerrando de un solo golpe las cuarenta y nueve puertas que he atravesado, a trancas y barrancas, en el curvilíneo pasillo de mi existencia, como si no valiera nada lo que hay detrás de cada una. Y sucede que todas mis vivencias han sido buenas, incluso las malas. Claro, eso lo digo ahora, cuando ya no tengo moretones en la conciencia, ni huracanes en el alma, ni chichones en el corazón. ¡Jeje!

Pensándolo bien -aunque pensar mal no tiene nada de malo-, tengo una respuesta científica recién hechecita y con mejor aspecto: soy una mujer de 50 años en un cuerpo que aparenta 40, con una mente propia de mi edad, una imaginación de 10 y un espíritu de 30. Estas estimaciones etáreas arrojan un promedio de 36 años, que en mi calendario real fue -según recuerdo- un periodo crucial de cambios positivos y múltiples satisfacciones. Es decir, mi vida era un desastre y yo andaba dando zancajazos por el mundo, tratando de encontrarme, hasta que una mañana me miré en el espejo y la "otra" yo, con cara de trasnocho y lagañas en los ojos, ya bastante harta de tanto ruleteo, me gritó: «¡Para ya, coño, que estoy aquí!».

Sin embargo, aparte del hecho de estar consciente de que ese es el tiempo transcurrido desde mi nacimiento, no me siento diferente respecto del día anterior, ni del año pasado, ni siquiera de hace un lustro -excepto por algunos ribetes blancos en la mollera y una que otra ligne d'expression en mi cara-. Probablemente se deba al hecho de que he disfrutado -gracias a Dios- de muy buena salud, pero mi tío Estyliano -que, tal cual el santo, es también un anacoreta incorregible- suele decir que después de los 50, si te levantas de la cama y no te duele nada, es porque estás muerto.

Todavía no me duele nada, menos mal, así que he decidido crear este blog con el propósito de divertirme escribiendo acerca de mis exploraciones existenciales a partir de ahora, cuando hace unos minutos traspasé el límite de velocidad a la entrada del pueblo y estoy de cuerpo entero en el quincuagésimo escalón de la vida, donde una nueva puerta se ha abierto de par en par para que continúe mi camino hacia el futuro. Sólo espero que el futuro no dure tanto como el pasado, pero sí que me reserve momenos aún mejores. ¡Amén! 

Generación MCMLX


1960 fue un año bisiesto, es decir, duró 366 días en vez de los 365 días que tiene un año normal, de acuerdo con el calendario gregoriano.
Noviembre es el undécimo mes del calendario gregoriano, pero deriva su nombre del latín novem (nueve), porque era el noveno mes del calendario romano, creado durante el reinado de Rómulo, fundador de Roma.
Sábado es el sexto día de la semana, pero el séptimo de la semana litúrgica. Su nombre proviene del latín bíblico sabbătum, este del griego σάββατον, este del hebreo šabbāt, y este del acadio šabattum, descanso.
26 es el tricentésimo trigésimo (330º) día del año en el calendario gregoriano.


Nací bien, un buen día de un buen mes de un buen año. Mi única queja es que habría preferido hacerlo a otra hora, digamos entre la medianoche y el amanecer. Por lo demás, me complace haber nacido en un año durante el cual varios países lograron su independencia, por lo que se le conoce como "el año de África":
  • Benín, Camerún, Togo, Madagascar, Níger, Alto Volta, Costa de Marfil, Chad, República Centroafricana, Congo, Gabón, Malí y Mauritania se independizaron de Francia.
  • Congo Belga se independizó de Bélgica y pasó a denominarse República Democrática del Congo.
  • Somalia se independizo de Italia y del Reino Unido. 
  • Chipre y Nigeria se independizaron del Reino Unido.

Desde luego, esta información no estaba en mi disco duro cerebral el sábado 26 de noviembre de 1960 a la 1:30 de la tarde, porque yo era apenas una diminuta y feúcha criatura recién sacada del vientre de mi madre, que por mucho que intentó parirme, tuvo finalmente que aceptar darme a luz mediante cesárea. Pero en cuanto me empeño en vincular una cosa con la otra, acabo convencida de que mi nacimiento fue también una gesta independentista. Después de todo, no parece que haya mucha diferencia entre el parto de una nación y el parto de un hijo. En ambos casos se trata del parto de la libertad, en aquel se libera a un pueblo y en éste se libera a un nuevo ser. La verdad es que me encanta la alegoría que surge de semejante asociación, una imagen poética con la que me identifico plenamente.

Pertenezco, pues, a la generación de mil novecientos sesenta, en números romanos (MCMLX) o en números arábigos (1960), para entonces daba igual, porque aún el hombre no había pisado la Luna, la televisión y las fotografías se veían en blanco y negro, la música se escuchaba en tocadiscos, los teléfonos eran de rueda y funcionaba el telégrafo. Lo que quiero decir es que soy uno de los muchos millones de seres privilegiados, porque nos tocó crecer en medio y al borde del asombro, en una época signada por toda clase de acontecimientos históricos, de innovaciones científicas y tecnológicas, y de emblemáticas transformaciones culturales.

     

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