Antes no, pero ahora sí, ahora me causan cierta incomodidad esos formularios que entregan los médicos cuando se asiste a la primera consulta o los corredores de seguros cuando se solicita por primera vez una póliza de seguro.
Esos formularios son un interrogatorio acerca de nuestra intimidad corporal. Cada pregunta está dirigida a desvelar un síntoma, una avería, una dolencia, una disfuncionalidad, un defecto de fábrica, un antecedente genético, en fin, una serie de particularidades que, aparentemente, determinan nuestro estado de salud. Desde luego, así debe ser, si se espera que, en un momento dado, el médico sepa cual procedimiento aplicar y cuáles medicamentos puede prescribir sin desatar las alergias del paciente. Por su parte, a los corredores de seguro les interesa esta información para que la compañía estime los factores de riesgo a la hora de aprobar o no la emisión de la póliza, y de establecer determinadas condiciones y límites en la cobertura -descritas, por lo general, en letra menuda-.
¿Qué es lo que me incomoda, entonces, de esos formularios? Básicamente, las preguntas que no puedo contestar como quisiera. Por ejemplo, ¿cuántos partos ha tenido? Siempre que tropiezo con ésta, tardo unos cuantos segundos antes de dibujar un redondo cero al que remato trazando encima una barra diagonal. ¡Cómo me gustaría dibujar en su lugar un número! Aunque fuese un 1 solito, pero erguido, delgado, con su graciosa visera sobre la frente. Sería incomparablemente mejor que ese 0 inflado y vacío, atravesado por una raya oblicua que lo hace parecer una señal de prohibición.
No tener hijos no fue mi decisión, sino la consecuencia de postergar la decisión de tenerlos, pues cuando mis óvulos estaban en su apogeo yo andaba ocupada en otras cosas: estudiar, trabajar, disfrutar de mi libertad, hacer un postgrado, ganar dinero, viajar, escalar mejores posiciones laborales... El día que decidí ser madre pasaba de los 40 y mis óvulos ya agonizaban. No obstante, intenté lograrlo mediante una de las técnicas de reproducción asistida, la ovodonación. Me sometí a todas las fases del procedimiento, desde los exámenes preliminares y las pruebas -la peor de todas fue una con un nombre espantoso: histerosalpingografía- hasta la implantación de los diminutos embriones. No resultó. Los pobres embrioncitos se rindieron en menos de una semana. Yo cerré ese capítulo en menos de un mes y asumí definitivamente mi rol de mujer libre, soltera y sin hijos, aunque siempre quedará ese cajoncito vacío por ahí.
El formulario que me deja el corredor de seguro trae otra de esas preguntas: ¿Cargas familiares? Yo misma, pero no cuento como tal, porque soy mi propia proveedora, así que me voy acostumbrando a dibujar un cero y a cruzarle una línea diagonal en la barriga.
No tener hijos no fue mi decisión, sino la consecuencia de postergar la decisión de tenerlos, pues cuando mis óvulos estaban en su apogeo yo andaba ocupada en otras cosas: estudiar, trabajar, disfrutar de mi libertad, hacer un postgrado, ganar dinero, viajar, escalar mejores posiciones laborales... El día que decidí ser madre pasaba de los 40 y mis óvulos ya agonizaban. No obstante, intenté lograrlo mediante una de las técnicas de reproducción asistida, la ovodonación. Me sometí a todas las fases del procedimiento, desde los exámenes preliminares y las pruebas -la peor de todas fue una con un nombre espantoso: histerosalpingografía- hasta la implantación de los diminutos embriones. No resultó. Los pobres embrioncitos se rindieron en menos de una semana. Yo cerré ese capítulo en menos de un mes y asumí definitivamente mi rol de mujer libre, soltera y sin hijos, aunque siempre quedará ese cajoncito vacío por ahí.
El formulario que me deja el corredor de seguro trae otra de esas preguntas: ¿Cargas familiares? Yo misma, pero no cuento como tal, porque soy mi propia proveedora, así que me voy acostumbrando a dibujar un cero y a cruzarle una línea diagonal en la barriga.